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-Avispado está hablando con la boca llena.
-Quiero quejarme de los gemelos.
-Quiero quejarme de Rizos.
-Quiero quejarme de Avispado.
-Dios mío, Dios mío -exclamó Wendy-. Estoy convencida de que a veces los hijos son más un problema
que una bendición.
Les dijo que recogieran y se sentó en la cesta de la labor: como de costumbre, un montón de calcetines y
todas las rodillas agujereadas.
-Wendy -protestó Michael-, soy demasiado grande para unacuna.
-Tengo que tener a alguien en una cuna -dijo ella casi con aspereza-, y tú eres el más pequeño. Es de lo
más hogareño tener una cuna en casa.
Mientras cosía se pusieron a jugar a su alrededor, formando un grupo de caras alegres y piernas y brazos
danzantes iluminados por aquella romántica lumbre. Había llegado a convertirse en una escena muy fami-
liar en la casa subterránea, pero la estamos contemplando por última vez.
Se oyó una pisada arriba y os aseguro que Wendy fue la primera en reconocerla.
-Niños, oigo los pasos de vuestro padre. Le gusta que lo recibáis en la puerta.
Arriba, los pieles rojas estaban arrodillados ante Peter.
-Vigilad bien, valientes, he dicho.
Y luego, como tantas otras veces, los alegres niños lo sacaron a rastras de su árbol. Como tantas otras ve-
ces, pero ya nunca más.
Había traído nueces para los chicos así como la hora exacta para Wendy.
-Pero, los estás malcriando, ¿sabes? -dijo Wendy con la baba caída.
-Sí, mujer -dijo Peter, colgando su rifle.
-Fui yo quien le dijo que a las madres se las llama mujer -le susurró Michael a Rizos.
-Quiero quejarme de Michael -dijo Rizos al instante. El primer gemelo se acercó a Peter.
-Papá, queremos bailar.
-Pues baila, baila, jovencito -dijo Peter, que estaba de muy buen humor.
-Pero queremos que tú bailes.
En realidad Peter era el mejor bailarín de todos ellos, pero fingió escandalizarse.
-¡Yo! Pero si ya no estoy para esos trotes.
-Y mamá también.
-¡Cómo! -exclamó Wendy-. ¡Yo, madre de toda esta caterva de chiquillos, que me ponga a bailar!
-Pero en un sábado por la noche... -insinuó Presuntuoso.
En realidad no era sábado por la noche, aunque podría haberlo sido, ya que hacía tiempo que habían per-
dido la cuenta de los días, pero siempre que querían hacer algo especial decían que era sábado por la noche
y entonces lo hacían.
-Claro, que es sábado por la noche, Peter -dijo Wendy, cediendo.
-Unas personas de nuestra posición, Wendy.
-Pero es sólo delante de nuestra propia prole.
-Cierto, cierto.
Así que se les dio permiso para bailar, aunque primero debían ponerse el pijama.
-Bueno, mujer -le dijo Peter a Wendy en un aparte, calentándose junto al fuego y contemplándola mien-
tras ella remendaba un talón-, no hay nada más agradable para ti y para mí por la noche, cuando las faenas
del día han acabado, que descansar junto al fuego con los pequeños cerca.
-Es bonito, Peter, ¿verdad? -dijo Wendy, enormemente complacida-. Peter, creo que Rizos ha sacado tu
nariz. -Pues Michael se parece a ti.
Ella se acercó a él y le puso la mano en el hombro.
-Querido Peter -dijo-, con una familia tan grande, como es lógico, ya no estoy tan bien como antes, pero
no deseas cambiarme, ¿verdad?
-No, Wendy.
Claro que no deseaba un cambio, pero la miró inquieto, parpadeando, ¿sabéis? Como si no estuviera se-
guro de estar despierto o dormido.
-Peter, ¿qué te pasa?
-Estaba pensando -dijo él, un poco asustado-. Es mentira que yo sea su padre, ¿verdad?
-Oh, sí -dijo Wendy remilgadamente.
-Es que -continuó él como excusándose-, ser su padre de verdad me haría sentirme tan viejo.
-Pero son nuestros, Peter, tuyos y míos.
-Pero no de verdad, ¿no, Wendy? -preguntó angustiado.
-Si no lo deseas, no -replicó ella y oyó claramente el suspiro de alivio que soltó él.
-Peter -le preguntó, tratando de hablar con voz firme-, ¿cuáles son tus sentimientos concretos hacia mí?
-Los de un hijo fiel, Wendy.
-Me lo figuraba -dijo ella y fue a sentarse al otro extremo de la habitación.
-Qué rara eres -dijo él, francamente desconcertado-, y Tigridia es igual. Dice que quiere ser algo mío, pe-
ro no mi madre.
-No, claro que no -replicó Wendy con tremendo énfasis. Ahora ya sabemos por qué tenía prejuicios co-
ntra los pieles rojas.
-¿Entonces, qué?
-Eso no lo debe decir una dama.
-Pues muybien -dijo Peter, algo molesto-. A lo mejor me lo dice Campanilla.
-Sí, Campanilla te lo dirá -contestó Wendy con desprecio-. No tiene modales.
Entonces Campanilla, que estaba en su tocador, escuchando a escondidas, chilló algo con insolencia.
-Dice que le encanta no tener modales -tradujo Peter. De pronto se le ocurrió una idea.
-¿A lo mejor Campanilla quiere ser mi madre?
-¡Cretino! -gritó Campanilla enfurecida.
Lo decía tan a menudo que a Wendy no le hizo falta traducción.
-Casi estoy dé acuerdo con ella -soltó Wendy. Imaginaos, Wendy hablando con brusquedad. Pero ya
había sufrido mucho y no tenía la menor idea de lo que iba a pasar antes de que terminara la noche. Si lo
hubiera sabido no habría hablado con brusquedad.
Ninguno de ellos lo sabía. Quizás fue mejor no saberlo. Su ignorancia les dio una hora más de felicidad y
como iba a ser su última hora en la isla, alegrémonos de que tuviera sesenta minutos. Cantaron y bailaron
en pijama. Era una canción deliciosamente horripilante en la que fingían asustarse de sus propias sombras:
qué poco sospechaban que bien pronto se les echarían encima unas sombras ante las que se encogerían con
auténtico temor. ¡Qué baile tan divertidísimo y cómo se empujaban en la cama y fuera de ella! Era más
bien una pelea de almohadas que un baile y cuando se terminó, las almohadas se empeñaron en volver a
ello una vez más, como compañeros que saben que puede que jamás se vuelvan a ver. ¡Qué historias se
contaron, antes de que fuera la hora del cuento de buenas noches de Wendy! Incluso Presuntuoso trató de
contar un cuento aquella noche, pero el principio era tan enormemente aburrido que incluso él mismo se
quedó horrorizado y dijo con tristeza:
-Sí, es un principio aburrido. Mirad, hagamos como que es el final.
Y entonces por fin se metieron todos en la cama para escuchar el cuento de Wendy, el que más les gusta-
ba, el que Peter aborrecía. Por lo general cundo se ponía a contar este cuento él se iba de la habitación o se
tapaba los oídos con las manos y posiblemente si esta vez hubiera hecho una de estas cosas, puede que
todavía estuvieran en la isla. Pero esta noche se quedó en su asiento y veremos lo que sucedió.
11. El cuento de Wendy
-A ver, escuchad -dijo Wendy, acomodándose para el relato, con Michael a los pies y siete chicos en la
cama-. Había una vez un señor...
-Yo preferiría que fuera una señora -dijo Rizos.
-Y yo que fuera una rata blanca -dijo Avispado.
-Silencio -los reprendió su madre-. También había una señora y...
-Oh, mamá -exclamó el primer gemelo-, quieres decir que también hay una señora, ¿verdad? No está
muerta, ¿verdad?
-Oh, no.
-Cómo me alegro de que no esté muerta -dijo Lelo-. ¿No te alegras, John?
-Claro que sí.
-¿No te alegras, Avispado?
-Bastante.
-¿No os alegráis, Gemelos?
-Nos alegramos.
-Dios mío -suspiró Wendy.
-A ver si hacemos menos ruido -exclamó Peter, dispuesto a que las cosas le fueran bien a Wendy, por
muy espantoso que le pareciera el cuento a él.
-El señor -continuó Wendy-, era el señor Darling y ella era la señorita Darling.
-Yo los conocía -dijo John, para fastidiar a los demás.
-Yo creo que los conocía -dijo Michael no muy convencido.
-Estaban casados, ¿sabéis? -explicó Wendy-, ¿y qué os imagináis que tenían?
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