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querido sobrino, al canónigo Robersart, que había hecho los votos, y
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después salió del claustro y llegó a ser capitán de los compañeros
voluntarios. Tuvo una querida, la moza más linda que recuerdo, y tres
niños preciosos. No hay que fiarse de los monjes, querido sobrino; no
fiarse de ellos; pueden hacerse soldados y padres cuando menos lo espera
uno; pero sigue con tu historia.
-Poco más tengo que decir -dijo Durward-, excepto que, considerando
que mi pobre madre respondía en cierto modo por mí, me decidí a vestir el
hábito de novicio y a resignarme a las reglas del claustro, y aun aprendí
a leer y escribir.
-¡A leer y escribir! -exclamó Le Balafré, que pertenecía a esa clase
de individuos que juzgan milagroso toda clase de conocimientos que
excedan de los suyos- ¡A escribir, dices, y a leer! No puedo creerlo;
nunca pudo un Durward escribir su nombre, que yo sepa, ni los Lesly
tampoco. Puedo responder de uno de ellos: me es tan imposible escribir
como volar. Ahora dime, ¡por San Luis!, ¿cómo te enseñaron?
-Fué trabajoso al principio -dijo Durward-, pero con la costumbre se
hizo más fácil; yo estaba débil de mis heridas y pérdida de sangre y
deseoso de corresponder a mi salvador, el padre Pedro, y así me dediqué
con más asiduidad a mi tarea. Pero después de varios meses de decaimiento
mi buena madre murió, y como mi salud estaba ya recuperada de lleno,
comuniqué a mi bienhechor, que era también subprior del convento, mi
repugnancia a hacer los votos, y convinimos, ya que mi vocación no me
llamaba al claustro, que retornase al mundo a buscar fortuna, y para
evitar al subprior que incurriese en la cólera de los Ogilvies mi partida
tendría la apariencia de una fuga, y para más propiedad llevé conmigo el
halcón del abad. Pero fuí despedido con arreglo a los cánones, según lo
comprueba la escritura y el sello del propio abad.
-Eso está bien, eso está bien -dijo su tío-. Nuestro rey se preocupa
poco de cualquier otro robo que hayas podido cometer; pero tiene horror a
nada que se parezca a un quebrantamiento de clausura. Y aseguraría que no
dispones de mucho dinero para subvenir a tus gastos.
-Sólo unas cuantas piezas de plata -dijo el joven-, pues a vos,
querido tío, debo hacer una confesión sincera.
-¡Ay! -replicó Le Balafré-, eso es triste. Ahora bien; aunque no
atesoro mi paga, porque no resulta tener deudas contraídas en estos
tiempos peligrosos, siempre dispongo, y te aconsejo sigas mi ejemplo, de
alguna buena cadena de oro, o brazalete o collar de piedras preciosas,
que sirve para el ornato de mi persona, y pueden, en caso necesario,
suprimiendo uno o dos eslabones superfluos o una piedra sobrante,
satisfacer con su venta a una necesidad perentoria. Pero puedes
preguntar, querido pariente, qué has de hacer para lograr juguetes como
éste -agitó su cadena con complacencia manifiesta-. No cuelgan en todos
los arbustos; no crecen en los campos, como los narcisos, con cuyos
tallos los niños hacen collares de caballeros. ¿Dónde entonces? Puedes
lograrlo como yo lo logré, al servicio del buen rey de Francia, donde
siempre se encuentra riqueza si un hombre tiene corazón para buscarla,
arriesgando un poco su vida.
-Tengo entendido -dijo Quintín, evadiendo una decisión para la que
aún se sentía apenas competente- que el duque de Borgoña mantiene un
Estado más noble que el rey de Francia, y que hay más honra que ganar
bajo sus banderas, que allí se dan buenos golpes y se realizan hechos de
armas, mientras el cristianísimo rey, según dicen, gana sus victorias con
las palabras de sus embajadores.
-Hablas como un niño tonto, querido sobrino -contestó el de la
cicatriz-; y, sin embargo, pienso que cuando vine aquí era lo mismo de
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simple: no podía pensar nunca en un rey sin suponerle bien sentado bajo
un alto dosel y festejándose entre encopetados vasallos y paladines,
comiendo blackmanger, con una gran corona de oro sobre su cabeza, o bien
cargando a la cabeza de las tropas, como Carlomagno en los romances, o
como Roberto Bruce o Guillermo Wallace en nuestras propias leyendas,
tales como Barbour y el Trovador. Escucha atento, hombre; todo son
reflejos de la luna en el agua. Política, política para todo. ¿Pero qué
es política?, dirás. Es un arte que este nuestro rey francés ha inventado
para luchar con las espadas de otros hombres y para pagar sus soldados
con el dinero de otros hombres. ¡Ah!, es el príncipe más sabio que gastó
púrpura en su espalda, y, no obstante, no acostumbra a prodigarla; le veo
a menudo ir más sencillo de lo que a mí mismo me hubiera parecido
prudente aparentar.
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