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yo de manera en el deseo de saber leer, que engañando, a mi parecer, a
la maestra, la dije que mi madre ordenaba me diese lección. Ella no lo
creyó, porque no era creíble; pero, por complacer al donaire, me la dio.
Proseguí yo en ir y ella prosiguió en enseñarme, ya no de burlas, por-
que la desengañó la experiencia; y supe leer en tan breve tiempo, que
ya sabía cuando lo supo mi madre, a quien la maestra lo ocultó por
darle el gusto por entero y recibir el galardón por junto; y yo lo callé,
creyendo que me azotarían por haberlo hecho sin orden. Aún vive la
que me enseñó (Dios la guarde), y puede testificarlo.
Acuérdome que en estos tiempos, siendo mi golosina la que es or-
dinaria en aquella edad, me abstenía de comer queso, porque oí decir
que hacía rudos, y podía conmigo más el deseo de saber que el de
comer, siendo éste tan poderoso en los niños. Teniendo yo después
como seis o siete años, y sabiendo ya leer y escribir, con todas las otras
habilidades de labores y costuras que deprenden las mujeres, oí decir
que había Universidad y Escuelas en que se estudiaban las ciencias, en
Méjico; y apenas lo oí cuando empecé a matar a mi madre con instan-
tes e importunos ruegos sobre que, mudándome el traje, me enviase a
Méjico, en casa de unos deudos que tenía, para estudiar y cursar la
Universidad; ella no lo quiso hacer, e hizo muy bien, pero yo despiqué
el deseo en leer muchos libros varios que tenía mi abuelo, sin que bas-
tasen castigos ni reprensiones a estorbarlo; de manera que cuando vine
a Méjico, se admiraban, no tanto del ingenio, cuanto de la memoria y
noticias que tenía en edad que parecía que apenas había tenido tiempo
para aprender a hablar.
Empecé a deprender gramática, en que creo no llegaron a veinte
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Cartas donde los libros son gratis
las lecciones que tomé; y era tan intenso mi cuidado, que siendo así
que en las mujeres --y más en tan florida juventud-- es tan apreciable el
adorno natural del cabello, yo me cortaba de él cuatro o seis dedos,
midiendo hasta dónde llegaba antes, e imponiéndome ley de que si
cuando volviese a crecer hasta allí no sabía tal o tal cosa que me había
propuesto deprender en tanto que crecía, me lo había de volver a cortar
en pena de la rudeza. Sucedía así que él crecía y yo no sabía lo pro-
puesto, porque el pelo crecía aprisa y yo aprendía despacio, y con
efecto le cortaba en pena de la rudeza: que no me parecía razón que
estuviese vestida de cabellos cabeza que estaba tan desnuda de noti-
cias, que era más apetecible adorno. Entréme religiosa, porque aunque
conocía que tenía el estado cosas (de las accesorias hablo, no de las
formales), muchas repugnantes a mi genio, con todo, para la total ne-
gación que tenía al matrimonio, era lo menos desproporcionado y lo
más decente que podía elegir en materia de la seguridad que deseaba
de mi salvación; a cuyo primer respeto (como al fin más importante)
cedieron y sujetaron la cerviz todas las impertinencillas de mi genio,
que eran de querer vivir sola; de no querer tener ocupación obligatoria
que embarazase la libertad de mi estudio, ni rumor de comunidad que
impidiese el sosegado silencio de mis libros. Esto me hizo vacilar algo
en la determinación, hasta que alumbrándome personas doctas de que
era tentación, la vencí con el favor divino, y tomé el estado que tan
indignamente tengo. Pensé yo que huía de mí misma, pero ¡miserable
de mí! trájeme a mí conmigo y traje mi mayor enemigo en esta inclina-
ción, que no sé determinar si por prenda o castigo me dio el Cielo, pues
de apagarse o embarazarse con tanto ejercicio que la religión tiene,
reventaba como pólvora, y se verificaba en mí el privatio est causa
appetitus.
Volví (mal dije, pues nunca cesé); proseguí, digo, a la estudiosa
tarea (que para mí era descanso en todos los ratos que sobraban a mi
obligación) de leer y más leer, de estudiar y más estudiar, sin más
maestro que los mismos libros. Ya se ve cuán duro es estudiar en
aquellos caracteres sin alma, careciendo de la voz viva y explicación
del maestro; pues todo este trabajo sufría yo muy gustosa por amor de
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