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hay duda de que es su hijo.
En aquel momento entró una doncella francesa, con imprudencia propia de una persona
indispensable a quien sólo se retiene mediante el pago de sueldos muy altos.
-La señora Cheyne dice que debe ir usted inmediatamente. Cree que usted está enfermo.
Aquel hombre, dueño de treinta millones, bajó dócilmente la cabeza y siguió a Suzanne.
Desde la gran escalera de madera, una voz débil y de timbre muy agudo preguntó:
-¿Qué ha pasado? ¿Qué es?
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Ninguna puerta pudo absorber el alarido que resonó por toda la casa cuando su esposo le
contó a voces la noticia.
-Está muy bien -dijo el doctor serenamente a la mecanógrafa-. Casi la única afirmación
de naturaleza médica cierta en las novelas es que la alegría no mata, señorita Kinzey.
-Ya lo sé, pero vamos a tener un montón de cosas que hacer.
La señorita Kinzey era de Milwaukee. Hablaba de manera muy franca y como estaba
colada por el secretario, le encantó la idea de que había que trabajar juntos. Éste observaba
un gran mapa de los Estados Unidos colgado de la pared.
-¡Milsom!, vamos a hacer un viaje. Vagón particular, derecho hasta Boston. Encárguese
de los arreglos necesarios -gritó Cheyne desde el descansillo de la escalera.
-Me lo imaginaba.
El secretario se volvió a la mecanógrafa. Sus miradas se encontraron, de lo que resultó
otra historia que no tiene nada que ver con ésta. Ella le observaba interrogante, creyéndole
incapaz de resolver el problema. El secretario le ordenó que se pusiera al telégrafo como un
general que dispone sus tropas para la batalla. Se pasó la mano por el pelo, como haría un
músico, miró al techo y empezó a trabajar, mientras los blancos dedos de la señorita Kinzey
llamaban a diversas estaciones de los Estados Unidos.
-K. H. Wade, Los Ángeles. El Constance está en Los Ángeles. ¿No es así, señorita
Kinzey?
-Sí -asintió ella mientras seguía telegrafiando y el secretario observaba el reloj.
-¿Lista? Envíe Constance y arregle horario para vagón particular que, saliendo de
aquí el domingo, llegue a tiempo para pasar a las líneas de la New York Limited en la
estación de la calle 16 el martes próximo.
Click, click, click, resonaba el telégrafo.
-¿Podría usted mejorar eso?
-No en estas condiciones. Eso les da sesenta horas de aquí a Chicago. No ganarán nada
tomando algún tren especial al este de Chicago. ¿Lista? Efectúe también arreglos de
horarios con la Lake Shore & Michigan Southern para llevar Constance a Nueva York
Central, y de Hudson River Buffalo a Albany. También con B. y A. para lo mismo
de Albany a Boston. Indispensable que me encuentre en Boston el miércoles.
Tome todas las precauciones necesarias para evitar cualquier retardo. Telegrafío tam-
bién a Canniff, Toucey y Barnes. Firmado: CHEYNE
La señorita Kinzey asintió con un movimiento de cabeza y el secretario prosiguió:
-Ahora los telegramas para Canniff, Toucey y Barnes. ¿Lista? Canniff. Chicago. Sírvase
llevar mi vagón particular Constance, que llegará a la estación de la calle 16,
procedente de Santa Fe, el martes por la tarde, y conducirlo a las líneas de la N.
Y. Limited a través de Buffalo y entregarlo a la N. Y. C. para Albany. ¿Nunca ha
estado usted en Nueva York, señorita Kinzey? Algún día iremos. ¿Lista? Lleven vagón a
Albany el martes por la tarde. ¡Eso es para Toucey!
-Nunca he estado en Nueva York, pero sabía que lo último era para Toucey -dijo la
señorita Kinzey inclinando la cabeza.
-Disculpe. Ahora, Boston y Albany; para Barnes las mismas instrucciones de Albany a
Boston. Saldrá a las tres o cinco de la tarde (no hace falta que telegrafíe eso) y llegará el
miércoles a las nueve de la noche. Con esto estamos a cubierto de cualquier eventualidad.
Wade lo hará, pero siempre conviene poner un poco en movimiento a los directores.
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-Es grandioso -dijo la señorita Kinzey con una mirada de admiración. Aquella era la clase
de hombre que ella comprendía y admiraba.
-No está del todo mal -observó Milson modestamente-. Cualquier otra persona hubiera
perdido treinta horas y empleado una semana en estudiar el plan, en lugar de encargar el
trabajo al ferrocarril de Santa Fe hasta Chicago.
-Oiga... acerca de esa conexión con la New York Limited. El mismo Chauncey Depew no
pudo hacer pasar sus vagones por ahí -dijo la señorita Kinzey, recuperándose un poco.
-Sí, pero ahora no es Chauncey. Es Cheyne. Lo harán como un rayo.
-Aun así creo que lo mejor sería telegrafiar al chico. Por lo demás, usted sí se ha
olvidado de eso.
-Lo consultaré.
Cuando volvió con la respuesta del padre en la que se indicaba a Harvey que los
esperase en Boston a una hora determinada, encontró a la señorita Kinzey riéndose
sobre los telegramas que iban llegando. Milson se reía también, pues los frenéticos
telegramas que llegaban de Los Ángeles decían: «Queremos saber ¿por qué?, ¿por
qué? ¿por qué? Se produce y desarrolla un malestar general.»
Diez minutos más tarde Chicago apelaba a la señorita Kinzey en los términos
siguientes: «Si se está preparando el crimen del siglo, avisen a los amigos a tiempo.
Nos ponemos a cubierto.»
Sobrepasó este telegrama otro de Topeka28 (ni el mismo Milson sabía lo que Topeka
tenía que ver con el asunto): «No dispare, coronel. Nos rendimos.»
Cheyne sonrió amargamente ante la consternación de sus enemigos cuando leyó el
montón de telegramas que le presentaron.
-Se creen que estamos en guerra. Milson, dígales que no tenemos ganas de pelear por
ahora. Comuníqueles lo que vamos a buscar. Creo que será mejor que usted y la
señorita Kinzey vengan con nosotros, aunque no es probable que me dedique a
negocios por el camino. Dígales la verdad... por esta vez.
Milson les contó verazmente lo que había ocurrido. La señorita Kinzey expresó el
sentimiento en los telegramas explicativos, terminando con la memorable sentencia:
-Tengamos paz.
A tres mil kilómetros de distancia los representantes de sesenta y tres millones de
dólares, ganados manipulando acciones ferroviarias, respiraron tranquilos. Cheyne
volaba para encontrarse con su hijo único, salvado milagrosamente. El oso iba en busca [ Pobierz caÅ‚ość w formacie PDF ]

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