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la mano izquierda y la sujetó. Entonces notó nuevas ondulaciones, y tuvo el tiempo justo para aferrar el casco y
retenerlo mientras una prensa vaginal le oprimía el brazo desde las puntas de los dedos hasta el hombro. Al cabo
de un instante desapareció el peligro de que el brazo fuese expulsado, porque la presión que lo envolvía era
demasiado intensa. La fuerza de la contracción le aplastó la parte delantera de la muñeca contra el hueso pélvico
del ternero. El dolor le hizo dar una boqueada, pero enseguida se le entumeció el brazo y perdió la sensibilidad, y
R.J. cerró los ojos y apoyó la frente en Zsa Zsa .
Tenía el brazo cautivo hasta el hombro; se había convertido en una prisionera, unida indisolublemente a
la vaca. R.J. se sintió desfallecer y tuvo una fantasía repentina, la terrible certidumbre de que Zsa Zsa iba a
morir y de que tendrían que cortar el cadáver de la vaca para liberarle el brazo.
No oyó entrar a Stacia Hinton en el establo, pero captó el desafío irritable de la mujer: «¿Qué se cree
esta chica que está haciendo?«, y un murmullo casi inaudible cuando Greg Hinton le respondió.
R.J. olía a estiércol, el olor interno de la vaca y el hedor animal de su propio sudor y de su miedo. Pero
al fin cesó la contracción.
R.J. había ayudado a nacer a suficientes bebés para saber qué debía hacer a continuación, y retiró la
mano entumecida hasta la rodilla del ternero para empujarla hacia adentro. Luego pudo introducirla hasta más
allá, hacia adentro y hacia abajo. Cuando localizó el casco de nuevo, tuvo que combatir un arrebato de pánico
que la inducía a apresurar las cosas, porque no quería tener el brazo en la vagina cuando llegara la siguiente
contracción.
Pero aun así siguió trabajando despacio. Cogió el casco, lo hizo ascender por la vagina y finalmente lo
sacó fuera, junto al otro, donde le correspondía estar.
¡Bravo! exclamó Greg Hinton lleno de alegría.
¡Buena chica! gritó Stacia.
A la siguiente contracción apareció la cabeza del ternero.
«Hola, amiguito», le dijo R.J. para sus adentros, muy complacida. Pero sólo pudieron sacar las patas
delanteras y la cabeza del recién nacido. El ternero estaba atascado en la vaca como un corcho en una botella.
Si tuviéramos un sacador...
dijo Stacia Hinton.
¿Qué es eso?
Es una especie de torno le explicó Greg.
Átele las dos patas juntas.
R.J. se dirigió al Explorer, desprendió el gancho del torno eléctrico y fue desenrollando cable hasta el
interior del establo.
El ternero salió muy fácilmente; «un buen argumento en favor de la tecnología», pensó R.J.
Es un macho observó Greg.
R.J. se sentó en el suelo y miró cómo Stacia enjugaba las mucosidades, residuos de la bolsa amniótica,
del morro del ternero.
Lo pusieron delante de la vaca, pero Zsa Zsa estaba exhausta y apenas se movió. Greg empezó a
frotar el pecho del recién nacido con manojos de paja seca.
Esto estimula el funcionamiento de los pulmones; por eso la vaca siempre les da una buena lamida
con la lengua. Pero la mamá de este pequeñín está tan cansada que es incapaz de lamer un sello.
¿Se pondrá bien? quiso saber R.J.
Ya lo creo respondió Stacia . Dentro de un rato le pondré un buen cubo de agua caliente. Eso le
ayudará a sacar la placenta.
R.J. se puso en pie y fue al fregadero. Se lavó las manos y la cara, pero enseguida comprendió que allí
no podría limpiarse.
Tiene un poco de... de estiércol en el cabello señaló Greg con delicadeza.
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No lo toque le recomendó Stacia . Sólo conseguiría esparcirlo.
R.J. recogió el cable del torno y, sosteniendo la chaqueta de cuero con el brazo extendido, la depositó en
el asiento de atrás del coche, lo más lejos posible de ella.
Buenas noches.
Apenas oyó sus expresiones de gratitud. Puso el motor en marcha y regresó a su casa, procurando tocar
la tapicería del coche lo menos posible.
Cuando llegó a la cocina se quitó la blusa. Las mangas se habían desenrollado y la pechera también
estaba sucia; R.J. identificó a primera vista sangre, mucosidades, jabón, estiércol y diversos fluidos del
nacimiento. Con un escalofrío de repugnancia, hizo una bola con la blusa y la tiró al cubo de la basura.
Permaneció un buen rato bajo la ducha caliente, dándose masaje en el brazo y haciendo un gran
consumo de jabón y champú.
Al salir se lavó los dientes, y después se puso el pijama sin encender la luz.
¿Qué ocurre? preguntó David.
Nada le respondió, y él siguió durmiendo.
Ella también pensaba acostarse a dormir, pero en vez de eso volvió a bajar a la cocina y puso agua al
fuego para hacerse un café. Tenía el brazo magullado y dolorido, pero dobló los dedos y la muñeca y comprobó
que no había nada roto. A continuación cogió papel y pluma de su escritorio y se sentó ante la mesa para
escribir.
Había decidido enviarle una carta a Samantha Potter.
Querida Sam:
Me pediste que te escribiera si se me ocurría alguna cosa que una médica pudiera hacer en el campo y
que no pudiera hacer en un centro médico.
Esta noche se me ha ocurrido una cosa: puedes meter el brazo dentro de una vaca.
Atentamente, R.J.
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52. La tarjeta de visita
52. La tarjeta de visita
Una mañana R.J. recordó con desagrado que se aproximaba la fecha en que debería renovar su licencia
para ejercer la medicina en el estado de Massachusetts, y que no estaba en condiciones de hacerlo. La licencia
estatal tenía que renovarse cada dos años y, para proteger a los pacientes, la ley exigía a todo médico que
solicitara la renovación, pruebas documentales de haber realizado un mínimo de cien horas de educación médica
continuada.
El sistema pretendía actualizar los conocimientos médicos, perfeccionar constantemente las habilidades,
y evitar que los doctores descendieran a un nivel inaceptable.
R.J., que aprobaba sin reservas el concepto de la educación continuada, se dio cuenta de que a lo largo
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